Época: CrisisBajaEdadMedia
Inicio: Año 1300
Fin: Año 1500

Antecedente:
Conflictos sociales



Comentario

Lo primero que destaca en los conflictos sociales de los siglos XIV y XV es su transparencia, en el sentido de que nos ofrecen enfrentamientos directos entre grupos sociales antagónicos, que pugnan básicamente por motivos económicos y políticos. En esto se diferencian de buena parte de la conflictividad social de épocas anteriores, que solía aparecer enmascarada con cuestiones de carácter religioso. Tal había sido el caso, por ejemplo, de los movimientos milenaristas y heréticos, por no hablar de fenómenos como las cruzadas o la exaltación de la pobreza, que en buena medida también incorporaron aspectos estrictamente sociales. De todos modos es preciso advertir que también a fines de la Edad Media hubo conflictos sociales que tenían fuertes componentes de naturaleza religiosa, como aconteció con la revuelta husita de Bohemia. No estuvo tampoco ausente en la época que nos ocupa la hostilidad racial, tomando este término con todas las precauciones, como lo ponen de manifiesto las violentas sacudidas antijudías, en donde el elemento estrictamente étnico se sumaba al religioso y al social.
Por otra parte, llama la atención la frecuencia de movimientos sociales de gran radio de acción, entendido éste tanto en el sentido de su amplitud territorial como en el de su intensidad. Figuran en ese capítulo acontecimientos como la "Jacquerie" francesa de mediados del siglo XIV, la revuelta de los "ciompi" florentinos de 1378 o la sublevación del campesinado inglés de 1381, por lo demás desarrollados todos ellos en un corto periodo de tiempo, por no hablar de otros muchos, como el ya mencionado conflicto husita o, casos ambos registrados en el ámbito hispánico, el alzamiento de los payeses de remensa catalanes y el de los "irmandiños" gallegos. Pero lo afirmado no invalida el hecho cierto de que simultáneamente se produjeran a lo largo y a lo ancho de la Europa cristiana, en la época de que tratamos, innumerables luchas sociales de carácter puramente local. Solían ser conflictos localizados en un lugar muy concreto y, por lo general, desarrollados en un tiempo breve. Ejemplos paradigmáticos de lo que decimos podrían ser la protesta llevada a cabo en 1318 por los habitantes del "borgo" de Castropignaño, en tierras del Reino de Nápoles, contra su señor, o la acción emprendida por los vecinos de la localidad castellana de Paredes de Nava, los cuales, en el año 1371, se enfrentaron y dieron muerte a su señor, Felipe de Castro, como protesta por la intención de éste de aumentar los tributos que cobraba sobre sus dependientes.

Al igual que en los de cualquier otra época, en los conflictos sociales que tuvieron lugar en los siglos XIV y XV es preciso diferenciar los objetivos últimos por los que luchaban los que protagonizaban la protesta de los motivos concretos que propiciaron su estallido. Sin duda, una de las causas inmediatas de buena parte de las revueltas populares de fines del Medievo era el rechazo de punciones fiscales que se juzgaban injustas o abusivas. La sublevación popular inglesa de 1381 estalló a raíz de la protesta contra el "poll-tax" que, previa aprobación del Parlamento, pretendía cobrarse entre los contribuyentes para hacer frente a los crecientes gastos que ocasionaba la guerra de los Cien Años. Pero en otras ocasiones la revuelta surgía para impedir el incumplimiento, por parte de los señores, de los usos y costumbres tradicionales de un determinado lugar, frecuentemente pisoteados por los poderosos.

Por lo que se refiere a los objetivos de las luchas sociales cabe señalar que eran muy nítidos desde un punto de vista general, pues lo que pretendían los protagonistas de las revueltas era, básicamente, un mejor reparto tanto de la renta como del acceso al poder político. Pero los objetivos concretos podían obedecer a una casuística sumamente variopinta. Es posible, no obstante, que los movimientos específicamente urbanos tuvieran unos objetivos más precisos que los rurales, sin duda más vagos en cuanto a sus pretensiones últimas.

La historiografía dedicada a la temática de las luchas sociales suele distinguir entre conflictos rurales y urbanos. En principio puede ser valida esta idea, pero a condición de no caer en simplificaciones inadmisibles. De hecho, no hubo conflictos considerados por los historiadores como campesinos en los que no participaran también gentes de las ciudades, pero igualmente, en sentido contrario, las revueltas urbanas solían propagarse al entorno rural. En todo caso conviene advertir que las pequeñas ciudades, en el sentido que atribuye R Hilton a esta expresión, o las villas, si pensamos en las tierras de la Corona de Castilla, desempeñaron un papel decisivo en los movimientos populares, incluso en los de carácter esencialmente campesino. Así sucedió en la "Jacquerie" francesa, en la revuelta inglesa de 1381 o en la rebelión "irmandiña" de tierras gallegas del siglo XV. Esos núcleos urbanos, en cierto modo equidistantes de las grandes ciudades y de las aldeas, ofrecían magníficas condiciones pare canalizar las protestas de los rebeldes, pero también para la celebración de asambleas populares, en las que los dirigentes de la revuelta ensayaban una incipiente oratoria profana. También hay que huir del esquematismo a la hora de analizar la composición de los grupos participantes en los conflictos. Hablamos de movimientos populares, pero el término hay que entenderlo en un sentido amplio. Las sublevaciones campesinas, orientadas contra el poder de los señores feudales, solían tener en su seno a gentes de condición mediana, incluso a miembros de la pequeña nobleza. "En calidad de protagonistas de la oposición al señor aparecen desde los marginados hasta los caballeros, pasando por los hidalgos", señaló A. Guilarte a propósito de los movimientos antiseñoriales de ámbito preferentemente rural. Algo parecido sucedió con las revueltas urbanas, en las que podían darse la mano gentes del común y miembros de las capas dirigentes, incluidos por supuesto eclesiásticos.

¿Quienes fueron los dirigentes de las sublevaciones populares de fines de la Edad Media? Es evidente que a esta pregunta no puede darse una respuesta de validez universal. Los líderes de las protestas fueron, sin la menor duda, muy variados desde el punto de vista de su adscripción social. Encontramos, cómo no, a dirigentes de extracción popular. Tal fue el caso, entre otros, del tejedor de Brujas, Pierre de Coninc, que destacó en las luchas sociales de su ciudad de comienzos del siglo XIV, o, años más tarde, de Michele di Lando, cardador de Florencia, que desempeñó un papel muy relevante en los sucesos de 1378 en la ciudad del Arno. Pero en otras muchas ocasiones los cabecillas de las revueltas populares, lejos de reclutarse entre el común, tenían su origen nada más y nada menos que en las mismísimas clases privilegiadas. Florencia nos proporciona, de nuevo, un ejemplo singular. Nos referimos en esta ocasión a Salvestro dei Médici, líder indiscutible de la revuelta de los "ciompi" de 1378, que pertenecía a la familia más poderosa de la ciudad. También destacaba por su origen social Etienne Marcel, dirigente de la revuelta que estalló en París en 1358. Marcel era el preboste de los mercaderes de la ciudad del Sena. Asimismo, hay que incluir en este apartado a los dirigentes de la revuelta "irmandiña" de Galicia de la segunda mitad del siglo XV, Alonso de Lanzós, Pedro de Osorio y Diego de Lemos; los tres, miembros de encumbrados linajes de la nobleza galaica.

Una cuestión de la mayor importancia es la relativa al papel desempeñado por los eclesiásticos en las revueltas populares de los siglos XIV y XV. Ciertamente hubo movimientos de fuerte sentido anticlerical, como el que afectó a Flandes marítimo entre los años 1323 y 1328. Pero dicho caso fue, en cierto modo, una excepción. Amplios sectores del clero, sobre todo del bajo, que tenía un contacto permanente con la gente menuda, simpatizaron con las revueltas populares, a las que consideraban un castigo divino contra los abusos de los poderosos, incluyendo en este grupo, por supuesto, a los altos dignatarios de la Iglesia. Por otra parte los textos esenciales del Cristianismo, y en primer lugar los Evangelios, sirvieron muy a menudo de fuente de inspiración de los sediciosos. Así se entiende, por ejemplo, que el "popolo minuto" florentino de la época de la revuelta de los "ciompi" se presentase nada más y nada menos que como el "popolo di Dio". Hubo, por lo demás, eclesiásticos claramente comprometidos con los movimientos populares. Quizá el caso más significativo de todos los conocidos sea el del clérigo inglés John Ball, que se sumó al levantamiento campesino de 1381. A John Ball se le atribuye una frase célebre (Cuando Adán araba y Eva hilaba, ¿donde estaba el Señor?), reveladora de la posibilidad de concebir un mundo igualitario, aun cuando pareciera puramente utópico, en el que no hubiera señores ni, por lo tanto, campesinado dependiente. Es preciso poner de manifiesto, no obstante, cómo el modelo ideal de los protagonistas de las revueltas populares no se proyectaba sobre el futuro, sino que se retrotraía al pasado, en concreto a los tiempos supuestamente idílicos del paraíso terrenal. De todas formas, la Iglesia oficial nunca se sumó a los movimientos populares, limitando su actuación, en el mejor de los casos, a proponer reformas morales, que evitaran los abusos y, en definitiva, hicieran innecesarias las revueltas.

Antes de cerrar este apartado creemos conveniente hacernos una pregunta. ¿Es posible, a propósito de los conflictos de la Europa cristiana de los siglos XIV y XV, hablar de "lucha de clases"? R. Fossier, primero, y J. A. García de Cortazar, después, hablaron, refiriéndose a la conflictividad social de la época que nos ocupa, de los "inicios de una lucha de clases". No queremos reproducir viejas disputas conceptuales, cuando no meramente terminológicas, acerca de esta cuestión. Pero es evidente que si aceptamos como operativo el concepto de clase social para los tiempos medievales inevitablemente entrará en juego la expresión "lucha de clases" cuando tratemos de los conflictos habidos entre ellas. Pensamos incluso que la lógica más elemental nos llevaría a aceptar ambos conceptos en un pasado mucho más remoto que el medieval, es decir, desde el momento mismo en que fue posible que un determinado grupo se apropiara de los excedentes generados por la sociedad, lo que equivaldría a decir desde que se perfilan en la historia, con todas las matizaciones que se quieran, las "clases sociales". Tal es, al menos, nuestra postura sobre el particular.

Otra cosa diferente es admitir que había, a fines de la Edad Media, conciencia de clase. Si entendemos la expresión con un mínimo de rigor fácilmente llegaremos a la conclusión de que dicha conciencia no existía en la época de que venimos ocupándonos. Pero sí puede rastrearse una especie de instinto de clase entre los protagonistas de las revueltas populares. Los propios textos de la época ponen de manifiesto, con frecuencia, la hostilidad que sentía el campesinado, independientemente de su estratificación interna, hacia los señores feudales. Consideraciones parecidas pueden hacerse a propósito del común de las ciudades con respecto a las aristocracias que les gobernaban. "Los campesinos, viendo que los nobles no les daban protección, sino que les oprimían tan duramente como si fueran enemigos, se levantaron en armas contra los nobles de Francia...; los campesinos querían acabar con los nobles y sus esposas y destruir sus dominios", nos dice el cronista Jean de Venette al referirse a la "Jacquerie". Huelga cualquier comentario ante la expresividad del texto, procedente, no lo olvidemos, de alguien que escribía desde posiciones próximas al estamento nobiliario. En relación con los movimientos populares de signo ciudadano podemos recordar la petición que hizo uno de los dirigentes del movimiento de los "tuchins", que sacudió gran parte del territorio de Francia en la segunda mitad del siglo XIV, de que no se admitiera en sus compañías a gentes sin callos en las manos o que tuvieran palabras finas o modales corteses. Aquí se revela, con total claridad, el significado de los hábitos cotidianos y de la apariencia externa, considerados signos expresivos de un determinado grupo social .